Princesa de sangre

No se cuando ni donde la conocí, o quizá fue ella quien me conoció, quizá me engañó en un susurro, y se metió en mi causa, en mi cama y en mi vida. En mis sueños.
Ella, en cambio, sólo quería que yo entrase en el templo repleto de tesoros en que, como un guía a un inexperto explorador en una recóndita gruta, me iba prometiendo maravillas inenarrables.

No era guapa, pero una luz en sus ojos me dijo: "Eh, qué linda". Supongo que fue un atisbo de alma por entre los pliegues de la armadura de sus senos y su ombligo.

Mientras subíamos los retorcidos escalones peldaños hacia mi castillo de adobe y arterias, la vi en mil y dos formas: serena, curiosa, embravecida, tímida, pasional, asaltada por unos remordimientos a la vista fingidos.
En ese momento recobré la lucidez, sólo para reconocer, como un niño, que aún sabiendo que moriría en la operación, sus ojos aún tenían esa luz que me enamoraba.

Que aún ahora, con el alma quemada, me enamora.