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Haanul Kanak: Prefacios

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Tanka's avatar
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Häanul tenía hambre. Y el hambre le roía el estómago como un gusano retorciéndose en busca de una salida. La última de sus comidas había sido algunas horas antes, con una didáctica carrera de postre. En el fondo no había sido más que una discrepancia de opiniones. Los que le perseguían pensaban en la suave piel de su trasero, como pago al mendrugo de pan que habían compartido, mientras que Häanul creía que no era un pago muy justo, sobre todo por un mendrugo rancio de pan duro. Le habían perseguido hasta la entrada de las cloacas, pero sus tamaños y el de la cantidad de alcohol bebido eran tales que, aunque hubieran querido, su estado de verticalidad estaba ya suficientemente dañado como para arriesgar a agacharse.

Häanul escuchaba desde dentro del conducto cómo sus embriagados perseguidores debatían, apoyados el uno en el otro, la posibilidad de entrar por el negro agujero para cobrar su recompensa. Habían desistido, pero el pequeño muchacho rubio se había quedado en la sucia tubería hasta muchas horas después, hasta que el sol hubo caído y la luna mirado a todos desde muy arriba en el cielo.

Deambuló como un fantasma, rutando por entre las ruinas de las calles de su ciudad. Pero ahora el hambre volvía a atenazar su pequeño cuerpo, con estremecimientos que se expandían desde el interior. Y como siempre que ocurría eso, se acostó, recostándose contra el frío suelo de un callejón, en una esquina oscura, no más libre de piojos y pulgas que él mismo, pero mejor que una tubería de desechos y que los cartones donde había intentado dormir noches antes, cerca del vertedero, un buen sitio para buscar comida y algo de ropa.

Hacía viento, y el chasis contorsionado de lo que se podía adivinar como un coche no ayudaba demasiado a resguardarse de los helados jirones de bruma que el viento arrastraba consigo. Desde su rincón podía ver los retorcidos hierros y los calcinados asientos, con algunas partes marrones que bien podrían haber sido plástico o cuero. Dentro, sentado, había un ennegrecido esqueleto que le miraba con la cabeza caída sobre el hombro, con las vacías cuencas apuntando directamente al rubio niño, que a su vez le observaba con una mezcla de temor y hastío. No le gustaba que las calaveras le mirasen mientras intentaba dormir. Parecía que se reían de él. De que hubiese sobrevivido. De que tuviese que mendigar y correr al mismo tiempo. De que aquella maldita bomba no le hubiese llevado a él también. Y se preguntó donde estaría su madre…

Y se preguntó si quedaría sitio en el cielo, con tanta gente que la bomba se había llevado, como el que le miraba desde dentro de su coche. Intentó imaginar cómo habría sido para ese conductor el momento final. Y se sintió desesperanzado, pues sólo recordaba cómo había sido para él ese momento en que todo había cambiado y el cielo había dejado de ser azul para ser gris. Recordó los gritos de sus padres, de apenas unos segundos de duración, arriba, en la planta baja de la casa.

Estaba castigado. Se había peleado con Jury, el vecino de al lado, dos años mayor que él. Jury era un tramposo. Se alegró durante un instante de que la bomba también se lo hubiese llevado, hasta que recordó las tardes de risas y juegos en el jardín de la casa de alguno de los dos.
Habían peleado por un coche de juguete, muy diferente al que tenía enfrente. Sus recuerdos eran confusos. Él lo recordaba con puertas y cristales, una miniatura de lo que habían sido los coches en otra época, hacía tan sólo dos meses. O eso le parecía. Lo sacó del bolsillo para comprobarlo, y el rojo bólido le trajo recuerdos y lágrimas. De su madre, con una mirada triste al encerrarlo en el sótano. De su vecino, ofreciéndole galletas al ir a su casa. De la profesora Gorad, de quien se acordaba frecuentemente en los últimos tiempos, pues su cara, afilada y tiesa, siempre le había dado buenos consejos. La mayoría no le servían en su vida del día a día, pero por lo menos divertían a los que, habiendo sobrevivido, no tenían por qué haberlo hecho, para conseguir ya fuera un mendrugo de pan o un trago de algo bebible…

Horas después, cuando un tímido sol hubo salido por el horizonte a echar un vistazo por la desolada tierra, el niño se despertó, se levantó y continuó un camino que había empezado en las ruinas de su casa y terminaba de forma incierta en la cabeza del muchacho. Se alejó del callejón, donde la calavera ya no estaba sobre los hombros del difunto, gracias a una certera pedrada nocturna.

Salió de la todavía ciudad, por llamarla de alguna forma, como solía decirse a sí mismo mientras caminaba, dirigiéndose hacia el espeso bosque, sólo una mancha borrosa desde donde se encontraba. No sabía si en aquel bosque encontraría comida, o si sería más peligroso que la propia ciudad.

Estaba ocupado en tales deliberaciones cuando un dolor agudo atravesó su piel desde el hombro hasta el cuello. Mirándose el hombro, descubrió que la raída chaqueta tenía un nuevo y humeante agujero del tamaño de un garbanzo. Se dio cuenta que el dolor se repetía en su cabeza, entre el pelo, y tocándose, descubrió la herida. Llovía.
Corrió hacía algún refugio. Ya conocía este tipo de lluvias. Las había vivido en la ciudad, y había aprendido a vivir con ellas. En su carrera, vio cómo las ácidas gotas caían por doquier, produciéndole un dolor intenso cuando acertaban a darle, demasiado a menudo para su gusto. Alcanzó un ruinoso edificio bajo, una antigua casa, a la que le faltaba gran parte de una pared. Desde allí dentro observó cómo en el prado gris se formaba una espesa niebla producida por el vaho de la tierra al desintegrarse. La densa bruma envolvía los curvados esqueletos de algún animal y los resecos tallos de plantas otrora verdes. El paraje era sobrecogedor, pero el niño había visto cosas peores en la ciudad, cuando la niebla hacía acto de presencia, una vez cesada la lluvia, y los pocos supervivientes salían en busca de comida, generalmente alguien que hubiese sucumbido al ácido aguacero, o la Contaminación, como oyó que la llamaban.

Dentro de la casa, y tras buscar en vano si había algo útil todavía que no se hubiesen llevado, recordó la noche en que, escondido tras unos contenedores, había oído a dos hombres hablar sobre la Contaminación. Uno era alto y en otro tiempo habría sido fuerte, pero ahora le colgaban los músculos de los brazos en pliegues y cascadas de carne sujetas a los huesos, frágiles. El otro, bajito y rechoncho, con pústulas en la cara y los brazos, vestía una camiseta deportiva, sucia y rota por algunos sitios, de algún desaparecido equipo. El pelo, negro y grasiento, se le estaba cayendo en varios lugares de su cabeza, dándole la apariencia de alguien con la cabeza de dos colores.
Hablaban en voz baja, como si se contasen un secreto, de cómo afectaba la Contaminación a los que la bomba no había matado. En realidad daba igual. Decían que alguien llamado Jörud, amigo del alto, había muerto entre estertores, llamando a su madre. Häanul se preguntó si los Estertores serían peor que la Contaminación, y quiso saber dónde estaban, para no ir nunca, pero le daba miedo salir y preguntárselo, sobre todo al bajito, que con sus sangrantes llagas parecía no tener muy buenas pulgas.

Además siempre estaba maldiciendo a no se sabía qué Karovia, que según él, era el peor, por no respetar el Pacto de Países y aliarse con Lutvania. Häanul miró a ambos lados, por si veía a Karovia. Le pareció que debía ser bastante malo, porque el hombre bajito y el hombre alto decían que había sido el causante de que todo estuviese así, destruido. El niño pensó que Karovia era el culpable de que sus padres no estuviesen con él ahora. Sintió deseos de gritar, de dar patadas a los contenedores, pero se mantuvo quieto porque, aunque el alto parecía más simpático que el pequeño, se frotaba el estómago, como hacía Häanul cuando tenía hambre, y sabía que él era un apetitoso bocado, pues su piel no estaba manchada de pústulas y heridas, y su carne era blanda.

Volvió al presente, y dejó la conversación que había escuchado detrás de los contenedores en los de su memoria. Miró hacia el horizonte, mientras las últimas gotas caían en el siseante suelo. Pisar ahora el suelo era una locura, pues los zapatos no resistirían, así que esperó.

Para esperar, se sentó, y con el paso de algunas horas se quedó dormido. La bruma penetró en la casa, y alcanzó al pequeño, viciando sus pulmones mientras soñaba que su madre le acompañaba al cumpleaños de Jury. Allí encontró a su padre, y al propio Jury, y a la profesora Gorad, y a un hombre mayor, con barba, que estaba sentado delante de todos ellos, con los ojos cerrados. No lo había visto nunca.
El niño, receloso del anciano, se acercó al grupo. No hubo dado tres pasos cuando el hombre abrió sus ojos, de un verde brillante. “¿Qué quieres preguntar?”, le dijo, mirándole afable.

Y Häanul, tras pensarlo un rato, dijo: “Jury, ¿me perdonas?”
Presentado al concurso literario Nebula Jóven. Resultó ganador.

El título original es Häanul Kanak: Prefacios
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elpirao40's avatar
Muy bueno, lo unico que me asusta que el mundo pueda ser asi.